Violencia filio-parental

La Violencia filio- parental (VFP) o “nueva VFP”[1] es un fenómeno que ha ido adquiriendo más y más importancia en los últimos años. Esto se ha evidenciado sobremanera en el ámbito judicial dónde el número de denuncias en este sentido ha incrementado notablemente. Lo que no quiere decir que estamos hablando de una situación nueva o desconocida, sino de un arraigado problema que ha existido siempre en ciertas familias y que venía ligada a otras patologías o trastornos. La diferencia de aquella respecto de la moderna VFP, sin embargo, se encuentra en el contexto en que se desarrolla el problema pues surge en familias aparentemente “normalizadas”[2] o sin problemática asociada, y conlleva que sus características propias, los factores que favorecen su emergencia, los factores mantenedores, en definitiva, todas las circunstancias que le rodean,  sean, como veremos, completamente distintas de los que se podían dar en la antigua VFP.

 

[1] “Nueva VFP”: En contraposición o comparación con la antigua o tradicional VFP, que posee distintas características y normalmente se asociaba al padecimiento de un trastorno psicopatológico.

[2] “normalizadas”: Se entiende como aquellas que no llevan consigo una enfermedad o problema asociado que lo justifique u ocasione que se produzca la VFP.

 

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La violencia filio-parental o aquella violencia que se ejerce de hijos a padres surge como “un tercer tipo de violencia intrafamiliar” (Pereira y Bertino, 2009), junto a la paterno-filial y la conyugal. Todas ellas comparten la esfera en la que se manifiestan: el ámbito familiar, que pese a ser el núcleo básico de convivencia en el que los individuos deben sentirse queridos y protegidos, es precisamente uno de los ámbitos más peligrosos para el desarrollo de la violencia al considerarse un espacio íntimo, privado y aislado que no permite el control social externo o como Straus la entiende  en su Teoría sistémica de la familia  como una institución social que tiende a ser conflictiva.

A lo largo de los años, han ido evidenciándose y estudiándose los distintos tipos de violencia doméstica hasta llegar a una categoría totalmente invertida a la que se prestó atención primeramente- la violencia paterno-filial-. Ahora aparece con fuerza este fenómeno en el que  aquellos que se consideraban potenciales víctimas en el seno familiar son precisamente los agresores.

La VFP no es un fenómeno nuevo, sino que se trata de un problema que ha existido siempre, sólo que difícilmente se sabía de ello y solía asociarse a una patología en el agresor de carácter psíquico- deficiencia mental, trastornos delirantes o con alucinaciones, trastornos de la personalidad antisociales o disociales- e incluso con efectos colaterales a las drogas como el síndrome de abstinencia derivado de su consumo. La “nueva VFP” no viene asociada a ese tipo de psicopatologías, o al menos no trasciende del ámbito doméstico. Aunque  esto no significa que sea una nueva categoría de violencia intrafamiliar, los investigadores defienden  que no estamos ante un “nuevo” tipo de violencia intrafamiliar sino más bien ante un nuevo modelo de VFP, en el que la violencia ha pasado de ser una circunstancia o un elemento más de una problemática mayor a constituirse en el foco central del problema (Pereira y Bertino, 2009).

Hasta hace poco se carecía de estudios y literatura científica sobre la VFP que nos indicasen de qué se trata o cual es su epidemiología. Se consideraba un tipo de violencia menos importante que otras manifestaciones de la violencia intrafamiliar, con ataques poco lesivos y que debían desaparecer por sí mismos de manera espontánea, sin necesidad de atención especializada (Pérez y Pereira, 2006).

Las primeras definiciones datan de 1979, como la de Habbin y Madden[1] que se refiere a ataques físicos o amenazas verbales. Con el paso del tiempo se van depurando y construyendo otras más estructuradas, completas y semejantes a las que se hacen sobre otros tipos de violencia doméstica.  Así, Cottrell en 2001, por ejemplo, entiende la VFP como “cualquier acto de los hijos que provoque miedo en los padres y que tenga como objetivo hacer daño a éstos”. Contemplando las distintas dimensiones en que se da el maltrato: físico, psíquico, y financiero. Al igual que en otros tipos de violencia intrafamiliar.Paterson, Luntz, Perlesz y Cotton en 2002 incluyen la necesidad de que los padres se sientan amenazados intimidados y controlados  para que el comportamiento pueda considerarse violento (Ibabe et al.,2007).

En España, Garrido habla en su libro  del “síndrome del emperador”[2] como un síndrome relacionado directamente con la VFP. Símil que utiliza el autor para referirse a los jóvenes déspotas que abusan y explotan a los progenitores sin remordimientos, tal como hacían los antiguos emperadores romanos. Se trata de jóvenes que incumplen las normas familiares se desentienden de esos  límites establecidos por sus padres y lo acompañan de una conducta agresiva hacia ellos.

Hoy día, la definición más aceptada es la de Pereira que se refiere a la VFP como a “las conductas reiteradas de violencia física (agresiones, golpes, empujones, arrojar objetos), verbal (insultos repetidos, amenazas) o no verbal (gestos amenazadores, ruptura de objetos apreciados) dirigida a los padres o a los adultos que ocupan su lugar. Se excluyen los casos aislados, la relacionada con el consumo de tóxicos, la psicopatología grave, la deficiencia mental y el parricidio” (2006).

Como vemos, la larga evolución de lo que entendemos por VFP deja de lado la “antigua” concepción de VFP para centrarse  en aquella que ejercen los menores, sobretodo en la adolescencia, aparentemente “normalizados” o que no sufren una patología grave. Esta forma de violencia intrafamiliar tiene por objetivo imponer su poder y adquirir el control sobre el sujeto/os agredido/os- progenitores, tutores o asimilados- mediante el empleo de la agresión. Se trata de una violencia que perdura en el tiempo y tiende a incrementarse tanto en lo referente al tipo de agresión como a la intensidad y frecuencia con que se produce. Además de no cesar ni siquiera cuando se obtienen los fines perseguidos de poder y control plenos sobre sus familiares.

Elementos descriptivos de la VFP

La conducta de VFP consiste en una agresión reiterada que puede ser física, verbal o no verbal de los hijos hacia los padres. Por  tanto caben conductas bien reconocidas como amenazas, insultos o lesiones; también gestos o actitudes, e incluso violencia indirecta contra objetos ya sean del propio agredido, del mobiliario familiar u otro tipo.

El elemento de la reiteración es necesario para diferenciarlo de aquellas situaciones ocasionales que no se han repetido. De manera que se excluyen situaciones tales como:

–          El parricidio, al ser un acto único, siempre que no se registren antecedentes previos.

–          Las agresiones derivadas del consumo de drogas, ya sea por ser toxicómano o padecer el síndrome de abstinencia, puesto que responde a otras causas y motivaciones con matices distintos a la VFP.

–          Las derivadas de trastornos mentales graves como actuar agresivamente estando bajo un brote esquizofrénico o padeciendo  alteración de la consciencia por padecer autismo o un retraso mental grave; incluso, trastornos mentales orgánicos, todos ellos, que no se repiten cuando remite ese estado.

–           Los casos de violencia defensiva o de protección: que son aquellos que se dan cuando un menor o adolescente se defiende de una agresión a sí mismo o a otro miembro de la familia que la está sufriendo, o en los casos en los que recibe un trato vejatorio o abuso sexual no acorde con su edad.

–          El caso de la “retaliación”: son aquellos menores que sufrieron algún tipo de maltrato, negligencia, abuso o abandono en la infancia que devuelven el maltrato cuando están en una posición de poder o control sobre el progenitor o progenitores maltratadores.

De manera que podemos hablar de un nuevo perfil del niño, adolescente o joven agresor que se corresponde con personas sin problemas delictivos o psicopatológicos asociados, que proceden de cualquier estrato social, con conductas violentas más o menos extendidas, que siempre incluyen el ámbito familiar, y que muchas veces se reducen exclusivamente a este contexto.

En términos de Pereira (2006) “se trata de un nuevo perfil de violencia, localizada en familias aparentemente “normalizadas”, ejercida por hijos que no presentaban previamente problemas, y que son los responsables de un espectacular incremento de las denuncias judiciales”.

Este fenómeno es más frecuente en adolescentes que en otros contextos no tienen una conducta similar, incluso presentan conductas sobre adaptadas. Aunque el consumo de tóxicos es habitual no lo es en mayor medida  que en otros jóvenes de su edad (Romero Blasco y cols., 2005). Además  la victimología de esta conducta presenta que  los agredidos son con más frecuencia padres añosos, en familias monoparentales, y más en madres que en padres (Gallagher, 2004; Ibabe, 2007).

 

[1] En 1979 por Habbin y Madden, que se refieren a ataques físicos o amenazas verbales y no verbales o daño físico. En los años noventa,  Lauren y Derry en 1999 y Wilson en 1996 la describían como una agresión física repetida a lo largo del tiempo realizada por el menor contra sus progenitores (Ibabe, Jauregizar y Díaz, 2007).

[2]  Garrido.  V, (2011),  Los hijos tiranos. El síndrome del emperador.  Barcelona:  Ariel.

Factores sociodemográficos

En lo que respecta a los factores sociodemográficos que afectan a los hijos, hay que decir que, en principio, la VFP se asoció en mayor medida a los varones que a las mujeres, sin embargo se realizaron estudios suficientemente amplios y representativos de la población general que desmienten esa afirmación.

Sin embargo, en otros estudios como el de Ibabe y Jaureguizar (2010) si se encuentran diferencias de sexo en cuanto al tipo de agresión o abuso que ejercen. Así el sexo masculino es más proclive a ejercer un tipo de agresión física, mientras que el sexo femenino tiene más probabilidades de ejercer un tipo de agresión de tipo psicológico o emocional.

Además, se ha observado que el sexo también influye en el desarrollo del incidente lesivo, pues las mujeres utilizan en las agresiones objetos del hogar como elemento intimidatorio, mientras que los varones utilizan otro tipo de objetos con mayor capacidad lesiva como cuchillos. A esto se le une que el tipo de lesión suele ser más leve si proviene de una agresora- sexo femenino- que si lo es por parte de un agresor-sexo masculino-(Walsh y Krienert, 2007).

En cuanto a la edad de los agresores, son múltiples los estudios que se refieren a la adolescencia como período crítico, aunque muchos de los padres ya encuentran problemática la crianza de estos hijos en edades menores. La edad media de inicio de la violencia se sitúa en torno a los 11 años, con extremos que van desde los 4 a los 24 años (Pérez y Pereira, 2006) con una especial relevancia porcentual entre los 15 y los 17 (Moreno, 2005).

También Walsh y Krienert (2007) han apreciado en sus estudios  que a medida que aumenta la edad de los agresores, también lo hace la intensidad de sus agresiones, en parte justificado por la mayor fuerza física que poseen a medida que van creciendo.

Por otro lado, los padres suelen presentar una edad avanzada, estando la media de la primera agresión sufrida en los 54 años. El nivel socioeconómico es medio alto  y suelen tener una titulación académica superior.

En cuanto al sexo del progenitor agredido, prevalece el de la mujer, las madres, ya sean biológicas, adoptivas o de acogida (Pérez y Pereira, 2006) tienden a verse como más débiles y accesibles (Ibabe y Jaureguizar, 2011). Además la estructura familiar en la que más se da es en aquellas en las que hay una situación de monoparentalidad

Factores sociales

Se entiende que los cambios socio-históricos han supuesto la base para la emergencia de conductas de VFP, pues  han favorecido un desequilibrio de poder tanto en la familia como en el sistema educativo-escuela-.

Distintos autores coinciden en que a partir de la segunda mitad del s XX se ha pasado de un sistema claramente autoritario a otro “democrático” mal entendido, en el que se confunde la democracia con la ausencia de autoridad e igualdad para la toma de decisiones (Pereira y Bertino, 2009). La estructura familiar se ha visto desequilibrada pues aunque no han sido despojados de su responsabilidad de criar a los hijos, los padres se han visto desprovistos de autoridad, y de algunos medios utilizados para mantenerla (Suárez, 2012).

A esto hay que sumarle otros cambios sociales que, según Pereira y Bertino (2009),  aumentan la dificultad de padres y educadores para mantener su autoridad:

–          Disminución del número de descendientes, con incremento importante de los hijos únicos. Estos hijos, cada vez más escasos, se convierten en un “tesoro” que hay que mimar y cuidar, a los que hay que prestarles atención en todo momento. Convirtiéndose en los “reyes del hogar”.

–          Cambios en los modelos familiares. La familia nuclear va disminuyendo progresivamente su presencia, suponiendo en la actualidad un 50% menos de los modelos familiares de la sociedad occidental. Se crean nuevos tipos de familia: monoparentales, reconstituidas, adoptivas de acogimiento…En los que el mantenimiento de la autoridad, aunque por razones distintas, y en el fondo muy parecidas entre sí, se hace más difícil.

–          Cambios en el ciclo vital familiar. Existe un progresivo atraso en la media de edad en que se tienen los hijos dando como resultado unos padres “añosos” con menos energías y por ende más dificultades para establecer normas y límites.

–          Cambios laborales. Con frecuencia los horarios son más y más extensos o es necesario hacer un largo desplazamiento hasta el centro laboral, lo que produce que se pase más tiempo fuera de casa y menos con los hijos, así como también la entrada de la mujer al mercado laboral ha dado lugar a la existencia de los “niños llave”. Toda esta situación provoca que los progenitores lleguen más cansados a casa, con menos ganas de enfrentarse a situaciones conflictivas o de tensión y por tanto se vaya en camino de una educación más permisiva, dificultando el establecimiento de normas.

Además, se han invertido los roles, y cuando son los profesores y educadores los que tratan de poner límites, no solo es que no son escuchados, sino que los padres con frecuencia se ponen del lado de los hijos. De manera que se ha perdido parte de la colaboración necesaria de este sector en relación con el sostenimiento de una conducta cívica y adecuada.

–          La evolución de la sociedad  hacia un modelo educativo basado más en la recompensa que en la sanción ha llevado a restringir  significativamente la  capacidad sancionadora de los educadores. Ahora se restringe el papel educador a los padres, padres que a veces pasan pocas horas en casa y que llegan sin fuerzas para desempeñar su concreta labor, y que ahora cuentan con medios distintos y nuevos para ellos- hay que resaltar que se ha prohibido el castigo físico-.

–          La sociedad es cada vez más permisiva con la violencia de los hijos. Los mensajes violentos se multiplican en los medios, televisión, los videojuegos que son cada vez más sanguinarios.

–          La sociedad se dirige hacia un hedonismo y nihilismo creciente, existe una desorientación general importante y una pérdida y disipación de valores alarmante en la guía de los miembros familiares que dificultan más la situación.

Otro factor  de calada importancia para el estudio de la VFP son los estilos o prácticas de crianza. Estos estilos de crianza se entienden como una característica de la relación entre padres e hijos, más que como algo privativo de los padres.

Maccoby y Martin definieron dicho estilo parental a través de la fusión de dos dimensiones: afecto/comunicación y control/exigencia. Ambas dimensiones, relacionadas ortogonalmente entre sí, se distribuyen a lo largo de los polos dando lugar a la aparición de cuatro tipos de estilos parentales: autoritario (alto control y exigencia/bajo afecto y comunicación), democrático (alto control y exigencia/alto afecto y comunicación), negligente (bajo control y exigencia/bajo afecto y comunicación) y permisivo (bajo control y exigencia/alto afecto y comunicación) (Musitu y García, 2004).

Tradicionalmente se asociaba la VFP a un estilo educativo autoritario en que se ejercía un fuerte control sobre los hijos e incluso se hacía uso del castigo físico; sin embargo, actualmente, se asemeja más a un estilo de crianza permisivo en el que no se establecen límites y en donde la ausencia de una estructura jerárquica ocasiona déficits en el establecimiento de normas y en la supervisión de su cumplimiento  (Calvete et al., 2011). El abandono de la disciplina lleva a un entorno de pseudoautonomía en que los menores se sienten poco seguros y reaccionan de forma violenta precisamente  en búsqueda y por la falta de límites.

Se encontrarían ante unos padres que llevan a cabo los deseos de sus hijos sin más, evitándoles cualquier acontecimiento que les pueda suponer frustración. Como consecuencia, el niño cada vez demanda más y va desarrollando un comportamiento tiránico (Suarez, 2012).

De manera que la nueva VFP se vincula con estilos educativos permisivos y negligentes, relacionándose principalmente con la fusión emocional entre el joven violento y el progenitor agredido, y se conceptualiza como un intento primitivo de alejamiento en una relación en la que la educación (entendida como poner límites y normas y, por tanto, generar frustración), se sacrifica para mantener la relación (extremadamente cercana, fusional, creada y mantenida por ambos).

 

Factores familiares

Existen una serie de factores familiares que tienen que ver con la aparición de la VFP, esto se explica teniendo en cuenta  la continua interacción de los participantes en la relación, una interacción circular que no tiene principio ni fin y que se condiciona mutuamente. En concreto, en la VFP se trata de conocer las interacciones familiares en torno a la conducta violenta para poder comprenderla y analizarla. Según Perrone (2007), el modelo sistémico entiende la violencia familiar como el resultado de una determinada interacción entre los diferentes miembros de la familia, en el curso de la cual los roles de víctima y agresor pueden intercambiarse.

De manera que se tienen en cuenta los siguientes elementos:

–          La utilización de la violencia previamente como medio de resolución de conflictos. Esto es, si los menores aprenden que ante una situación problemática el modo de resolución  y de descarga de la tensión creada es recurrir a la violencia, es probable que  cuando estos niños, adolescentes o jóvenes crezcan y se encuentren en situaciones similares repitan esos mecanismos aprendidos previamente. Se trata de la Teoría de la Transmisión Intergeneracional que explica como supone un factor de riesgo el haber sido espectador o haber sufrido malos tratos en la infancia de forma recurrente, de manera que esos menores podrán ser más fácilmente  hijos maltratadores. Se entiende que puede aparecer de tres maneras diferentes: bien de forma generalizada en la que la violencia familiar se ejerce por todos contra todos; bien dirigida al agresor cuando se identifica con la víctima en el maltrato previo; o bien, dirigida a la víctima cuando se identifica con el agresor. Esta última es la más frecuente, es más inteligible desde una óptica de supervivencia y miedo identificarse con el agresor que con la víctima. Pese a todo, esto no deja de ser un factor de riesgo, y no podemos afirmar que todas las personas que han vivido un suceso semejante vayan a ser agresores en el futuro, pues pueden existir otros factores que lo impidan o dificulten internos o externos a la propia persona, en este caso, al propio menor.

–          Padres excesivamente permisivos, no normativos, que se han planteado explícitamente educar “democráticamente” a sus hijos -y que ha menudo lo han “anunciado” así públicamente- (Cyrulnik, 2005), se trata de aquellos progenitores que establecen desde temprana edad una relación filio-parental simétrica, en la que todo es negociable y no existen normas imperativas o educativas de ningún tipo que puedan ser impuestas a los hijos.

–          La llamada “generación de los padres obedientes” son padres que vivieron con carencias y que evitan por cualquier medio que sus menores pasen por lo mismo que ellos. Son padres que evitan ser vistos como autoridad, pretenden ser los amigos de sus hijos o sus compañeros, no ponen normas creen en la absoluta libertad, eluden cualquier tipo de privación respecto de sus hijos porque creen que  produce baja autoestima y tratan por cualquier medio que sus hijos no sufran tal estigma y les otorgan todo tipo de premios con independencia de que lo merezcan por pensar que de lo contrario se sentirían frustrados(Prado y Amaya, 2005).

–          Padres sobreprotectores: dispuestos a satisfacer todas las necesidades y deseos de sus hijos hagan lo que hagan sin establecer ningún tipo de límites.

–          Padres insatisfechos con sus roles que no encuentran sentido a sus vidas o aquellos que tuvieron a sus hijos accidentalmente o de forma indeseada y  no ocultan, sino que expresan su disgusto y disconformidad con la situación.

–          Padres o progenitores que tienen una relación muy conflictiva y discuten y se desvaloran ante los hijos. Suelen entrometer a los menores creando una situación de triangulación en la que se busca la alianza por uno o ambos padres con el hijo/os. Para ello se hace uso de todo tipo de instrumentos y se recurren a métodos que conducen a una inadecuación y desacuerdo en la educación de los menores. La situación se caracteriza por la arbitrariedad y termina por no establecerse ningún límite a los hijos.

–           Padres que mantienen una relación excesivamente cercana o fusional con alguno de sus hijos, por distintos motivos. Generalmente se trata de familias en situación monoparental o con uno de los progenitores ausente o distante.

En todos los casos, padres que renuncian a ser padres.

Factores individuales

Estos menores que agreden a sus progenitores se caracterizan por el egocentrismo,  la impulsividad, la baja tolerancia a la frustración, la ira y la falta o disminución  de empatía. Su primer objetivo es la satisfacción del propio interés, independientemente de cuál sea y de las vías para conseguirlo. Se sienten únicos y carecen de reglas morales de convivencia. No aceptan responsabilidades ni exigencias. Los demás son instrumentos para satisfacer sus deseos y cuando se resisten a serlo, son un obstáculo con el que hay que enfrentarse e incluso acabar. No ven otros puntos de vista o necesidades más que las suyas. Son auténticos déspotas y procuran insertarse en grupos formados por individuos con su mismo sistema de vida y valores (Moreno, 2005).

Por otro lado, ciertos autores han observado que estos mismos menores presentan una baja autoestima. Omer defiende que la autoestima se asocia más con el ser capaz de enfrentarse a situaciones difíciles y ser capaz de superarlas por uno mismo que con la consecución de premios u objetivos. Como veremos más adelante, esto tiene que ver con las tendencias educativas actuales que descuidan el aspecto del afrontamiento de dificultades, de manera que no tienen posibilidad de aprender lo que es el esfuerzo o la superación, lo que les impide conocer como mantener e incrementar su propia autoestima (Pereira y Bertino, 2009).

Por tanto esa omnipotencia que presentan en el hogar no es más que una ilusión que se despliega en el ámbito doméstico. Estos menores a menudo sienten miedo y ansiedad del mundo exterior, son personas dependientes e incapaces de enfrentarse a la realidad que les rodea (Laurent y Derry, 1999).

Por último, destacar que la VFP se asocia a menudo a la presencia de psicopatología diversa:

–          Trastorno por déficit de atención con Hiperactividad: que presenta muchas características asociadas a la VFP como la impulsividad, consumo frecuente de tóxicos, escasa tolerancia a la frustración, etc. En estos casos ha de tenerse en cuenta si se produce en el ámbito familiar o si por el contrario, se despliega a cualquier otro contexto adicionalmente. Pues sólo en el primer caso, tendríamos un indicio de que se trate de una conducta que podemos incardinar en la VFP.

–          Trastornos de Personalidad. Se diagnostican  frecuentemente dentro de la VFP, sin embargo, esto no significa que vaya unido o que sea condición necesaria para que hablemos de VFP, solo en algunos casos de VFP aparece un trastorno de este tipo, y no en todo trastorno de la personalidad se dan capítulos de VFP. Estos son:

–       Trastorno Histriónico de la Personalidad: como la ausencia de empatía, grandiosidad, utilizan la violencia si con ello pueden conseguir sus objetivos.

–       Trastorno Límite de la Personalidad: conlleva una conducta imprevisible e inestable, alteraciones en las relaciones y la identidad.

–       Trastorno Antisocial de la Personalidad: características como la frialdad afectiva, la falta de empatía, o la manipulación son propias de este trastorno y son propicias para la emergencia de una conducta de VFP. Sin embargo, hay que tener en cuenta de nuevo si la conducta antisocial o delictiva se desarrolla sólo o no dentro del núcleo familiar, o únicamente en el exterior, pues la terapia se desarrollaría dentro del circuito violento en el que se dé la violencia.

–          Trastornos en el ámbito de la Ansiedad: se relacionan mucho con la VFP, especialmente con trastornos fóbicos y obsesivos se trata de niños y jóvenes tiranos y exigentes en el hogar aunque miedosos y dóciles fuera de él- especialmente en la escuela- (Mouren y cols., 1985). Pueden aparecer compulsiones o síntomas como agorafobia o fobia escolar en estos casos.

Según autores como Pereira y Bertino (2009), el desarrollo de la conducta de VFP puede darse como  consecuencia natural de mantener patrones violentos dentro del entorno familiar cuando se ha aprehendido como forma relacional natural dentro de la familia, o al menos, como forma de subsistencia en la misma.

Aunque también, puede aparecer como vía de escape ante una fusión emocional víctima-agresor, en la que el menor  intenta alejarse y el progenitor trata de impedir tal alejamiento, de manera que la conducta violenta surge para conseguir la autonomía deseada.

En el transcurso de un episodio violento el tipo de reacción que tengan los padres frente a ésta puede tener unas u otras consecuencias diferentes. Así, los padres pueden intervenir y posibilitar la evolución del episodio en escalada simétrica o en escalada complementaria.

Si los progenitores responden  a la violencia de sus hijos de forma dura o  con una violencia mayor a la previa, se dice que se produce una escalada simétrica. El problema aquí es que el nivel de agresividad va aumentando rápida y progresivamente, al ir provocándose ambas partes progresivamente, aun cuando lo hagan pensando que es en defensa propia.

Por el contrario, si los progenitores responden de forma “blanda” utilizando la persuasión verbal para convencerle, estaremos ante una escalada de tipo complementario. Este tipo de respuesta no es mejor que el anterior, al menos si tenemos en cuenta que el resultado es  la transmisión de un mensaje de debilidad por parte del progenitor al menor que refuerza su utilización de la violencia para conseguir la sumisión del adulto y conseguir así sus objetivos. De manera que se produce una  relación circular en la que el aumento de la violencia va creando cada vez más sumisión.

E incluso, puede darse el caso de la combinación de ambas escaladas  mezclando respuestas blandas y duras, dando lugar a una retroalimentación mutua de ambas escaladas (Pereira y Bertino, 2009).

Se considera que uno de los principales factores de mantenimiento de la conducta violenta es la negación  por parte de los familiares. Los expertos afirman que pese al creciente número de casos denunciados, el número de casos reales debe ser aún mayor.

La negación es una constante. Los padres admiten la gravedad de las agresiones de manera inmediata a que se produzcan éstas pero, a la vez, suelen tolerar niveles desproporcionadamente altos de violencia antes de tomar medidas, del tipo que sean (Pérez y Pereira, 2006).

Cuando aparece, los padres entienden equivocadamente que se trata de un comportamiento normal, motivado por la edad del niño y por sus procesos de afirmación de la personalidad. Más adelante, cuando esta violencia se materializa en agresiones que, por su intensidad, tipología o continuidad, se convierten en algo difícilmente soportable y asociada a daños, los padres se auto convencen de que es un tema que atañe de manera estricta a la familia y que en ella debe ser resuelto. Además, nace en ellos la sensación de impotencia al pensar que no existen soluciones para tal situación (Moreno, 2005).

En definitiva, los padres tratarán de proteger la imagen familiar. En un principio, existe un pacto de silencio aparentemente consensuado para la protección de los niños. Sin embargo, estos padres maltratados intentan de manera indirecta preservar su propia imagen y mantener el mito de la armonía y la paz familiar. El reconocimiento de la aberración que, a su parecer, indicarían la actitud y el comportamiento de sus hijos los enfrenta a una sociedad que los condenaría por su fracaso como padres (Pérez y Pereira, 2006).

Por tanto, por esa vergüenza de no haber educado bien a sus hijos y de que éstos les peguen produce que, casi todas las familias afectadas, nieguen la seriedad de la agresión y minimicen sus efectos, aun cuando sean públicos y evidentes (Pereira y Bertino, 2009).

Como cada vez será más difícil salvaguardar dicho secreto se tenderá a disminuir progresivamente el contacto con el exterior, lo que lleva a un aislamiento que favorece, a su vez, el incremento de la conducta violenta. Incluso puede ser exigido por el propio agresor, según Pereira y Bertino (2009) esto produce un peligroso “circulo vicioso” que agrava el problema.

Por otro lado, el mantenimiento de la conducta violenta puede explicarse también en relación a los beneficios secundarios que se obtienen con su puesta en marcha, entre ellos, poder y dominación.

Las metas del hijo agresor se pueden resumir en: dominación por el miedo que produce y mediante la utilización de acciones violentas de manera repetitiva con un incremento progresivo del nivel de amenaza, que acaban produciendo en los progenitores una reacción de embotamiento y sumisión (Pereira y Bertino, 2009).

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