Criminología (II): evolución teórica: pasado, presente y futuro

La Criminología surge a principios del siglo XIX como respuesta a la demanda social de estudio de las fuentes del comportamiento antisocial siguiendo las bases del método científico, con la finalidad de promover mecanismos para su prevención y tratamiento. A partir de una revisión de la literatura criminológica de los últimos tres siglos, el presente artículo realiza una síntesis de la evolución histórica de la Criminología, presentando sintéticamente los desarrollos teóricos de la Escuela Clásica, la Escuela Cartográfica, la Escuela Positiva, la Escuela de Chicago, la teoría de la asociación diferencial, las teorías de la anomia y la tensión, las teorías del control, las corrientes críticas, las teorías de la oportunidad, y las tendencias actuales, para posteriormente realizar un breve análisis conjetural sobre el futuro de la ciencia criminológica.

El presente artículo se propone dar cuenta y razón del desarrollo de una Criminología que paulatinamente ha ido configurando su sustantividad –de conocimiento a ciencia– a través de su evolución histórica. Para ello, se sintetizará la evolución de la Criminología, desde su origen hasta la actualidad, realizando a su vez un breve análisis conjetural sobre su futuro próximo. No obstante, el seguimiento a la evolución de la disciplina que se realizará en este artículo no tiene por objetivo ser exhaustivo en su contenido, sino más bien presentar breve y sintéticamente algunos de los puntos más destacables, a modo de aproximación holística a la historia de esta ciencia.

A pesar de que la palabra “Criminología” no fue utilizada hasta la segunda mitad del siglo XIX, empleándose por primera vez en 1872, en un artículo del diario Boston Dialy Adviser (Wilson, 2015, p.62), siendo posteriormente utilizada por Garofalo (1885) y Topinard (1887), lo cierto es que los orígenes del estudio científico de las conductas antisociales y de los mecanismos de control social utilizados para su control son previos a estas fechas, siendo necesario retroceder hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

Se suele señalar el libro Dei delitti e delle penne (1764), de Cesare Bonesana, marqués de Beccaria, como punto de partida del estudio científico de la desviación y la delincuencia (Garrido et al, 2006, p.177; Redondo, 2016, p.1). Rafter (2011, p.144) señala que, a pesar que el trabajo de Beccaria no puede ser categorizado como criminológico, pues se trata de un texto de reflexión jurídica sobre la finalidad de las penas, presenta elementos que pretenden ser explicativos de las causas del delito. Beccaria es uno de los primeros pensadores en señalar que el fin de las penas es la prevención de las infracciones para la protección del orden social, planteando un sistema de justicia penal más humano y justo (Cid y Larrauri, 2001, p.34; Wellford, 2009, p.10). A ojos de Beccaria, si las leyes alcanzan a ser claras, justas y proporcionales, pero sobre todo celeras, certeras y severas, se sucederá una reducción en la criminalidad, a través de lo que será denominado posteriormente como disuasión general negativa del delito (Feuerbach, 1989; citado en Miró y Baustista, 2013, p.6).

Beccaria (1764) ha sido considerado por diferentes autores (Cid y Larrauri, 2001, pp.34-35; Newburn, 2007, pp.116-117) el principal autor de la Scuola Classica, en la que también ha sido contextualizado el trabajo de Bentham (1789). Según Bentham “si el castigo debe ser admitido en algún caso, solo puede serlo en caso de que prometa excluir un mal mayor” (Bentham, 1789, p.158). Bentham profundiza en la idea de proporcionalidad de los castigos, los cuales carecerán de justificación cuando sean infundados, ineficaces, improductivos o demasiado costosos e innecesarios (Cid y Larrauri, 2001, p.39).

Garrido et al (2006, p.184) sintetizan las ideas de la Escuela Clásica en cinco puntos: i) el comportamiento humano busca incrementar el placer y disminuir el dolor, ii) las personas tienen la capacidad para decidir cómo actuar, iii) el delito tendrá lugar cuando los beneficios superen los costes previstos, iv) la finalidad de la justicia penal debe ser compensar los beneficios esperados del hecho delictivo, y v) a través del Derecho Penal se buscará la prevención general del delito en el conjunto de la sociedad y la prevención especial en las personas que ya hayan sido condenadas.

Pese a que las aportaciones de Beccaria y Bentham sean consideradas elementales en los principios de la Criminología, son los autores de la Escuela Cartográfica, sesenta años más tarde, los primeros en estudiar la criminalidad a partir del método científico (Ponti y Merzagora, 2013, p.20). Entre los principales autores de dicha Escuela se encuentran Adolphe Quételet, Alphonse de Candolle, André-Michel Guerry, y más tarde Gabriel Tarde.

Después de la publicación, en 1828, de las primeras estadísticas de criminalidad en Francia, dichos investigadores estudiaron los registros delincuenciales, vinculándolos con datos sobre edad, sexo, clima y distribuciones censales, e incluso con indicadores de pobreza y marginación (Jeffery, 1959, p.9; Redondo, 2016, p.1). Los autores de la Escuela Cartográfica fueron los primeros en detectar la mayor propensión al delito entre varones jóvenes, la tendencia a los delitos violentos en verano y a los delitos contra la propiedad en invierno, y las correlaciones entre mayor heterogeneidad étnica y marginalidad y tasas delictivas superiores (Hagan, 2011, p.106).

Quételet (1833; citado en Serrano-Maíllo, 2004, pp.97-98) verificó una realidad hasta la fecha desconocida: las cifras delincuenciales normalmente permanecían estables en el tiempo, mostrando una regularidad que en aquel momento se calculaba como impensable. Asimismo, ya en los años 30 del siglo XIX, Quételet (1831) y de Candolle (1830) constataron lo que posteriormente devendría uno de los principales quebraderos de cabeza para la Criminología: las cifras oficiales de delincuencia no permiten conocer el conjunto de las incidencias, teniendo limitaciones para detectar el total de las infracciones, y quedando lejos de reflejar lo que más tarde se denominó la cifra negra de la delincuencia (Aebi, 2010, p.212). Las estadísticas oficiales de criminalidad mostraban problemas de validez, derivados de su dificultad para detectar los delitos de autor desconocido, que no han sido descubiertos por las víctimas, las cuales evitan denunciar, o que no pueden ser probados ante un juez. Del mismo modo, se constató la dificultad de realizar comparativas entre cifras delincuenciales de diferentes territorios y momentos históricos (Aebi, 2010, p.212).

Si bien los autores de la Escuela Cartográfica podrían ser considerados padres de la ciencia criminólogica, la mayor parte de la literatura sobre el origen de la disciplina apunta como hito fundacional a la obra L’uomo delinquente (1876), escrita por Cesare Lombroso (Redondo, 2016, p.1; Wellford, 2009, p.11). Lombroso es mencionado comúnmente como el principal miembro de la Scuola Positiva, de la que también formaron parte autores como Ferri, Garofalo y Fioretti.

Los autores de la Scuola Positiva se circunscriben al movimiento del positivismo filosófico, el cual consolida la idea que el verdadero saber, fuente del conocimiento real, es el derivado del método científico, motivo por el que tratan de aplicar la metodología de las ciencias naturales a la comprensión de fenómenos sociales; en este caso, al estudio de la criminalidad. No obstante, lo novedoso de la Scuola Positiva no es tanto la aplicación del método científico al análisis de la delincuencia, empleado previamente por los autores de la Escuela Cartográfica, sino la defensa de la idea de la determinación biológica del delincuente.

Lombroso, en su libro L’uomo delinquente (1876), plasmó las primeras teorías sobre la base biológica del delincuente, disertando sobre cómo desarrollos embrionarios y procesos evolutivos incompletos podían derivar en criminales atávicos. El autor estudió la estructura anatómica y los cráneos de muestras de delincuentes condenados, extrayendo de ello una serie de especificidades físicas que caracterizaban a los sujetos desviados: frente baja y salida, pómulos supradesarrollados, asimetrías y poca capacidad craneal, dimensión anormal de las orejas, entre otros. Estas observaciones, sin embargo, no encontraron apoyo empírico en los estudios desarrollados por los seguidores de Lombroso (Garrido et al, 2006, p. 260).

Posteriormente, Garofalo (1885) defendió que el origen del comportamiento antisocial se encontraba en las deficiencias psíquicas y morales de carácter hereditario, secundando la tradición lombrosiana aunque partiendo de una visión más humanista y preocupada por los derechos individuales (Newburn, 2007, p.126).

Por su parte, Ferri (1886) aceptó sin matices que la criminalidad no podía ser estudiada determinísticamente a partir de elementos biológicos, introduciendo factores ambientales, sociales, económicos y políticos a la etiología del delito; considerando que la desviación debía ser estudiada tanto en su dimensión individual como social. Ferri apuntó que dicha determinación biológica propuesta por Lombroso solamente tiene efecto cuando confluye con otros elementos criminógenos de carácter físico (temperatura, clima, hora) y social (educación, familia, hábitos de consumo, economía).

 

Hasta este punto, los principales esfuerzos invertidos en la aplicación del método científico al estudio de la criminalidad se habían realizado en Europa, siendo los investigadores de la Escuela de Chicago los fundadores de la Criminología empírica en Estados Unidos (Hagan, 2011, p.154; Serrano-Maíllo, 2004, p.111). Entre sus principales autores se encuentran Robert Ezra Park, Ernest Burgess, Clifford R. Shaw y Henry D. McKay.

A diferencia de las tendencias criminológicas en boga en el momento, centradas en el estudio de las deficiencias físicas, genéticas y morales de los delincuentes, la Escuela de Chicago trata de estudiar cómo los cambios en las estructuras de organización social en las grandes ciudades de principios del siglo XX se relacionan con las causas de la desviación (Cullen y Agnew, 2011, p.89).

Durante las primeras décadas del siglo XX, la ciudad de Chicago, igual que otras grandes ciudades norteamericanas, experimentó un crecimiento urbano sin precedentes (Cullen y Agnew, 2011, p.89). La mayor parte de este crecimiento se debió a un incrementó en los flujos de inmigración. Ante el rápido crecimiento urbano, los primeros investigadores de la Escuela de Chicago, Park, Burgess y McKenzie (1925), constataron que en la nueva distribución urbana, las zonas centrales de la ciudad, caracterizadas por la multietnicidad, la pobreza y la movilidad constante, raramente presentaban estructuras sociales organizadas, por lo que sus habitantes difícilmente compartirían valores prosociales; mientras que las personas más pudientes se trasladaban a zonas periféricas, agrupándose ciudadanos adinerados y de etnia blanca.

Siguiendo a los anteriores autores, Shaw y McKay (1942) encuentran que son las zonas centrales de la ciudad, las más desorganizadas, las que producen la mayor parte de la delincuencia juvenil, mientras que en las zonas periféricas el número de delitos es mucho menor. La criminalidad mantenía patrones de distribución relacionados con la organización de la nueva ciudad, lo que permitió a Shaw y McKay, basándose en el mapa de los círculos concéntricos de Burgess (1925), trazar las coordenadas de la distribución de la delincuencia juvenil de la ciudad de Chicago. La zona de transición, ubicada inmediatamente después de la zona comercial central, estaba  caracterizada por ser un espacio urbano con alto tránsito de personas, multicultural, habitada por gente pobre recién llegada, que permanecía poco tiempo en la zona, y estar deteriorada (Newburn, 2007, p.191). Según Shaw y McKay (1942, p.184), son precisamente las zonas de transición las que aglutinan una mayor cantidad de criminalidad juvenil, ya que dichos espacios poseen una menor capacidad de control sobre los comportamientos desviados, siendo lugares donde los jóvenes pasan más tiempo en la calle y donde la alta movilidad favorece el anonimato. En síntesis, Shaw y McKay (1942) elaboran la teoría de la desorganización social, en la cual explican que existen determinados factores ecológicos, entre los que destacan la pobreza, la movilidad, la multiculturalidad, o la degradación física del espacio urbano, que se relacionan con una menor capacidad de las comunidades para ejercer control sobre los comportamientos desviados, lo que permite explicar la diferencia en las tasas de delincuencia en las diferentes zonas urbanas (Cid y Larrauri, 2001, p.86).

El sociólogo Edwin Sutherland desarrolló la teoría de la asociación diferencial, inicialmente reflejada en la cuarta edición de Principles of Criminology, publicada en 1947 (Sutherland et al, 1992). Según dicha teoría, el principal elemento explicativo del comportamiento antisocial no es la predisposición genética ni la debilidad moral, ni tampoco la pobreza o el desorden, sino un exceso de contactos con entornos pro-delincuenciales por medio del cual se aprenden comportamientos desviados, a través de lo que denomina asociación diferencial. La tesis fundamental es que el comportamiento desviado, igual que cualquier otro comportamiento humano, se aprende mediante el contacto con otras personas (Garrido et al. 2006, p.355; Serrano-Maíllo, 2004, p.123).

La teoría de la asociación diferencial analiza los procesos por los cuales la criminalidad individual es aprendida a partir de mecanismos de interacción con grupos sociales desviados, que llevan a que el sujeto adquiera un exceso de definiciones favorables a la comisión de delitos, proceso definido como asociación diferencial (Matsueda, 2006, p.3). A modo de síntesis, Sutherland elabora un total de nueve proposiciones que resumen cómo el comportamiento antisocial se aprende por medio de la asociación diferencial, de las cuales se pueden destacar:

  1. El comportamiento delictivo es aprendido, ni se hereda ni se inventa.
  2. El comportamiento delictivo se aprende por interacción con otras personas por medio de un proceso de comunicación.
  3. La parte fundamental de este aprendizaje se desarrolla en grupos personales íntimos […], los medios de comunicación juegan un papel relativamente poco importante […].

(Sutherland et al, 1992, pp.88-90).

Asimismo, Sutherland argumenta que las proposiciones de su teoría son aplicables tanto para estudiar la desviación en su dimensión individual como las tasas generales de delincuencia, explicando que aquellas comunidades humanas más desorganizadas tendrán mayores dificultades para transmitir valores convencionales, favoreciendo las asociaciones diferenciales entre aquellos grupos menos favorables a respetar la ley (Cid y Larrauri, 2001, p.102).

Posteriormente, Burguess y Akers (1966) profundizan en los mecanismos de aprendizaje diferencial del comportamiento antisocial, introduciendo elementos de refuerzo diferencial, es decir, balances que la persona realiza entre refuerzos y castigos anticipados del comportamiento antisocial, para plantear la teoría del aprendizaje social. Igualmente, Sykes y Matza (1957), desarrollan el concepto de “técnicas de neutralización”, según el cual los individuos no aprenden el comportamiento delictivo únicamente cuando interiorizan valores normativos diferentes a los dominantes, sino también cuando se incorporan mecanismos para justificar comportamientos socialmente desviados, es decir, técnicas de neutralización.

Si los principios teóricos de Sutherland (1992) versaban sobre la influencia que juega el entorno social inmediato sobre el aprendizaje del comportamiento antisocial, la teoría de la anomia estudia la influencia de variables sociales de carácter macro o estructural sobre la desviación. La idea fundamental es que la existencia de determinadas circunstancias estructurales, como cambios en los sistemas de valores, puede debilitar la eficacia de las normas sociales en la ordenación y regulación del comportamiento individual (Serrano-Maíllo, 2004, p.309), generando una suerte de percepción de ausencia de normas sociales –o “sociedad anómica”–, que induciría a un incremento de las tasas de criminalidad. En este sentido, Merton (1980; citado en Garrido et al, 2006, p.232) define el concepto de “anomia” como:

Proceso que resulta del cambio de los valores sociales, sin que dé tiempo a su sustitución por otros valores alternativos. Como resultado de ello los individuos se quedan sin valores y normas que sirvan como referentes para su conducta.

Emile Durkheim (1897) desarrolló la primera aproximación a la teoría de la anomia, teorizando que incluso un fenómeno a priori tan personal como el suicidio, se encuentra en parte determinado por fuerzas de naturaleza social, como lo pueden ser las crisis económicas o las épocas de incremento de bienestar, que pueden alterar los sistemas de valores (Durkheim, 1897, pp.256-257). Según Durkheim (1897), el elemento explicativo que media entre los cambios sociales y el incremento de las cifras de suicidio es el surgimiento de la sociedad anómica, que produce una sensación de ausencia de reglas sociales y morales para la organización del comportamiento personal, que lleva a lo que el autor denomina suicidio anómico.

Pese a reconocer la importancia de Durkheim en el planteamiento inicial de la teoría, la literatura criminológica ha tendido a destacar la figura de Robert Merton (1938) como principal autor del enfoque de la anomia. Merton (1938) explica que en periodos de cambios de sistemas de valores, la percepción de vacío normativo puede derivar en que los ciudadanos prioricen alcanzar determinados fines o metas a utilizar medios lícitos para ello, por lo que el comportamiento antisocial puede emerger como medio para lograr las aspiraciones proyectadas culturalmente. La estructura cultural proyecta sobre los ciudadanos las mismas aspiraciones sociales y económicas –noción de “sueño americano”–; sin embargo, la sociedad limita a sectores muy determinados la capacidad y los recursos para alcanzar lícitamente dichas aspiraciones, por lo que se produce un desequilibro entre medios y ambiciones, que en determinados casos podrá desencadenar en comportamientos delictivos para lograr alcanzar el “éxito” monetario y social (Cid y Larrauri, 2001, p.126-127; Merton, 1938, p.676).

Albert Cohen (1955) retomó más tarde dichas nociones funcionalistas para explicar el origen de la conducta antisocial en el marco de las subculturas juveniles, dando origen a las teorías de las subculturas delictivas (Nwalozie, 2015, p.4). Pese a que Cohen utilizó la noción de tensión expuesta por Merton (1938), la consideró limitada en su contenido para explicar el comportamiento antisocial juvenil, al argumentar que la frustración causal de la desviación adolescente no estará siempre provocada por un desajuste medios-fines de carácter económico, sino más bien relacionado con el estatus y el reconocimiento social, emergiendo las bandas delictivas como mecanismo para aportar gratificación inmediata a las tensiones de los jóvenes.

Con posterioridad, Cloward y Ohlin (1960), si bien aceptan que el desajuste entre medios lícitos y metas (económicas, sociales y de estatus) genera fuentes de tensión que pueden desencadenar en la desviación juvenil, es preciso incorporar un nuevo elemento a la ecuación: la existencia de oportunidades ilegítimas. El desequilibrio entre medios y fines no será suficiente para explicar el surgimiento de subculturas juveniles delictivas, sino que se precisará de la existencia de oportunidades para el aprendizaje del comportamiento desviado (Newburn, 2007, p.198).

Años más tarde, Robert Agnew (1992), construye la teoría general de la tensión, en la que desmenuza los mecanismos psico-sociales que permiten conectar causalmente la tensión derivada de la imposibilidad de alcanzar determinados objetivos sociales, la privación de gratificaciones esperadas o el sometimiento a situaciones aversivas, con el alivio de la tensión en forma de comportamiento antisocial, mediando en dicho proceso emociones como ira, miedo, depresión o disgusto (Garrido et al, 2006, pp.244-245).

A finales de los años 60, Travis Hirschi (1969) considera que las teorías de la tensión erran en considerar que la criminalidad es producto de aspiraciones no alcanzadas, pues aquellas personas con lazos sociales fuertes y estables no desarrollarán conductas desviadas por muy frustrados que vean sus intentos de alcanzar metas sociales altas, por temor a ser rechazado por su entorno. Asimismo, en las sociedades contemporáneas resulta carente de sentido preguntarse por qué las personas delinquen, pues la criminalidad es el mecanismo más rápido y fácil para alcanzar determinados objetivos; entonces, la pregunta adecuada a responder debe ser: “¿por qué la gente obedece las reglas de la sociedad?” (Hirschi, 1969, p.10), o “¿por qué no delinquimos?” (Hirschi, 1969, p.33). De este modo, Hirschi (1969) elabora la teoría de los vínculos sociales, según la cual existen cuatro tipos de vínculos que unen a las personas a la sociedad, evitando la aparición del comportamiento antisocial: el apego (attachment), dar importancia a la opinión que los miembros de su círculo tienen sobre su comportamiento; el compromiso (commitment), el esfuerzo invertido en actividades particulares que muestra sentimiento de unión con la sociedad; la implicación (involvement), estar involucrado en actividades convencionales; y las creencias (belief), la fortaleza de los valores sociales convencionales. Así, todas aquellas personas que tengan debilitados dichos vínculos pueden estar en disposición de infringir las normas (Hirschi, 1969, p.31).

Es necesario explicar también el perfeccionamiento que el mismo Hirschi desarrolló de su teoría junto a Gottfredson. Gottfredson y Hirschi (1990) integran elementos de la teoría de los vínculos sociales (Hirschi, 1969) y conceptos teóricos de Psicología para formular la teoría del autocontrol, según la cual un bajo nivel de autocontrol, es decir, una baja capacidad para controlar los propios actos, es el elemento común en todas las personas delincuentes, motivo por el que consideran dicha teoría la explicación general del crimen. Estudiando la información disponible sobre los comportamientos antisociales, Gottfredson y Hirschi (1990) observan que la naturaleza del evento delictivo está caracterizada por requerir poco esfuerzo, ofrecer gratificación inmediata, implicar actividades excitantes y arriesgadas, raramente producir beneficios a largo plazo, no requerir planificación y llevar apareado el sufrimiento de terceros, propiedades que solamente coinciden con el modo de actuar de las personas con un bajo nivel de autocontrol; mientras que los sujetos con alto autocontrol se caracterizarán por atributos opuestos. Así pues, los autores califican a las personas con bajo autocontrol como impulsivas, insensibles, proclives a asumir riesgos, imprevisibles, y con poca capacidad de reflexión, estando estas características vinculadas con el comportamiento antisocial (Gottfredson y Hirschi, 1990, p.91). Sin embargo, los autores aceptan que un bajo nivel de autocontrol no llevará directamente a la criminalidad, sino que serán necesarias oportunidades delictivas (Newburn, 2007, p.235). Los autores señalan a la institución familiar como origen del nivel de autocontrol de la persona: el nivel de autocontrol se forma durante los primeros años de vida, permaneciendo posteriormente estable en el tiempo, por tanto, una educación defectuosa en el núcleo familiar puede llevar a unos niveles bajos de autocontrol, y éstos a la desviación.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, surge con especial energía un heterogéneo cúmulo de autores que propone una nueva visión en el análisis del comportamiento antisocial, antagónica a la Criminología tradicional. La literatura científica ha tendido a unificar en el marco de las corrientes críticas al enfoque del etiquetamiento, las teorías del conflicto, la Criminología marxista y la Criminología feminista. Resulta necesario hacer mención a que dentro de cada uno de los anteriores marcos teóricos se encuadran enfoques y aproximaciones muy diversas, por lo que en las siguientes líneas se va a tratar de simplificar una realidad compleja con la finalidad de permitir al lector desarrollar una visión general.

Garrido et al (2006, p.386) y Serrano-Maíllo (2004, p.374) sintetizan los elementos comunes de las corrientes críticas en Criminología: crítica directa a la Criminología positivista centrada en la búsqueda de las deficiencias biológicas, psicológicas, morales o sociales de los infractores; consideración del agresor como sujeto normal, en el sentido de no poseer disfunciones respecto al resto de ciudadanos; exploración de las causas de la desviación en conflictos sociales, políticos, normativos y económicos que generan situaciones de injusta desigualdad entre personas; focalización de buena parte del interés en el estudio de los procesos de tipificación y aplicación de la normativa penal; y reivindicación de los derechos de grupos marginados.

Primero, el enfoque del etiquetamiento se extiende a partir de los años 60 en Estados Unidos gracias a autores como Goffman (1961), Becker (1963), Erikson (1966) y Lemert (1967). Hasta ese momento, la Criminología se había concentrado en el estudio de la causas del comportamiento antisocial; sin embargo, los teóricos del etiquetamiento proponen cambiar la lente con la que se observa la criminalidad, para estudiar los procesos por los cuales un determinado comportamiento llega a ser definido como desviado (Cid y Larrauri, 2001, p.200). Se entiende el comportamiento antisocial como la consecuencia de un proceso por el cual una conducta ha sido establecida como desviada y se ha decidido reaccionar ante ella. Se juzgará como comportamiento desviado, entonces, toda aquella conducta que socialmente se etiquete como tal (Becker, 1963, p.9). Considerando la naturaleza desigual de las sociedades contemporáneas, el enfoque del etiquetamiento conviene que son los grupos sociales dominantes y poderosos los que determinan qué debe ser etiquetado como desviado, y quién es marcado como tal. Asimismo, Lemert (1967, pp.286-287) añade que el proceso repetido de asignación de la etiqueta de “desviado” sobre un sujeto puede generar en la persona la aceptación del nuevo rol, produciéndose la desviación secundaria y una eventual carrera delictiva.

Segundo, durante los años 70, la Criminología marxista toma como base los postulados de las teorías del conflicto (Chambliss, 1964; Sellin, 1938; Vold, 1958) y los enfoques del etiquetamiento (Becker, 1963; Erikson, 1966; Lemert, 1967) en la constitución de lo que se denominó “la nueva Criminología” (Taylor et al, 1973). Las teorías del conflicto habían establecido décadas atrás que los procesos de criminalización de determinadas conductas y grupos sociales tenían su origen en las estructuras de poder de las sociedades modernas, y concretamente en las luchas entre los intereses de clases oprimidas y clases opresoras, existiendo conflictos entre las posiciones de unos y otros que se resolvían mediante la criminalización de los grupos con estructuras de poder más débiles, la clase proletaria, en beneficio de los grupos con mayor poder (Chambliss, 1964; Sellin, 1938; Vold, 1958). Así pues, primero Bonger (1969), y después Taylor, Walton y Young (1973) y Baratta (1982), aprovechan el marco teórico desarrollado por las teorías anteriores para aplicar los conceptos político-económicos del marxismo al estudio de la desviación, realizando una ferviente crítica al sistema capitalista como causante de la distribución injusta de la riqueza, origen del comportamiento antisocial. Para los autores de la Criminología marxista, si el capitalismo es el origen de la criminalidad, la solución al problema será un cambio de sistema (Bonger, 1969, p.198; Quinney, 1980, pp.67-68). Posteriormente, con el paso de Criminología marxista a Criminología crítica (Cid y Larrauri, 2001, p.240), o del “idealismo de izquierdas” al “realismo de izquierdas” (Newburn, 2007, p.264), los principales autores mencionados, especialmente Young (1992), revisan algunas de sus posiciones para adoptar una posición moderada, a partir de la cual, pese a continuar reflexionando sobre el comportamiento antisocial como producto de las desigualdades de poder entre grupos sociales y permanecer en su crítica al Derecho Penal como protector de los intereses de las clases dominantes, abandonan la apuesta por un cambio drástico de sistema económico, y en su lugar apuestan por: reformas sociales encaminadas a la reducción de la desigualdad económica, una reformulación del Derecho Penal para reducir su intervención a las infracciones más graves, la defensa de los derechos de los grupos sociales más desfavorecidos, y una visión enfocada a la prevención del comportamiento antisocial (Tierney, 1996, p.282; Vold et al, 1998, p.269).

Y tercero, el último enfoque que puede ser contextualizado en las corrientes críticas es la Criminología feminista. Dicha corriente teórica critica la marginación que las mujeres han sufrido históricamente en la investigación criminológica, argumentando que los marcos teóricos existentes en Criminología no son una explicación del comportamiento antisocial del ser humano, sino únicamente de la desviación masculina, por haber centrado la atención solo en las infracciones de los varones (Leonard, 1982, pp.xi-xii). La Criminología feminista reclama mayor inversión en teorías explicativas del comportamiento desviado femenino; más atención científica sobre la violencia ejercida por los hombres sobre las mujeres; y mayor desarrollo de programas de tratamiento destinados a la resocialización y reeducación de mujeres infractoras (Newburn, 2007, p.305; Simon, 1975, p.47)

Durante los años 70, una serie de autores sensibilizados por la poca capacidad de los programas centrados en las variables personales y sociales en la reducción de la delincuencia, hicieron notar que para que cualquier predisposición individual llegue a canalizarse en un hecho antinormativo es imprescindible la presencia de oportunidades delictivas, siendo definidas como “bienes y ocasiones favorables para la comisión de delitos concretos” (Redondo, 2015, p.171). Para introducir la cuestión, se considera pertinente citar a Felson y Clarke (1998, p.2):

El comportamiento individual es producto de una interacción entre la persona y el entorno físico. La mayoría de las teorías criminológicas únicamente prestan atención a la persona y se plantean por qué ciertos sujetos pueden tener una mayor propensión a la delincuencia; dejando de lado el segundo aspecto, las características relevantes de cada escenario que ayudan a convertir las inclinaciones delictivas en hechos.

A partir de dichas teorías, la oportunidad se configura como un elemento fundamental e indispensable en la epistemología de cualquier delito (Guillén, 2015, p.71). No importa cómo de fuerte sea la motivación al comportamiento antisocial, si no existe una oportunidad, no tendrá lugar hecho delictivo (Coleman, 1987, p.424). En este sentido, los tres grandes corpus teóricos que analizan las oportunidades en el comportamiento antisocial son la Teoría de las actividades cotidianas (Cohen y Felson, 1979), la Teoría de la elección racional (Cornish y Clarke, 1986) y la Teoría del patrón delictivo (Brantingham y Brantingham, 1991).

Después de la II Guerra Mundial, las condiciones socioeconómicas de los norteamericanos habían mejorado, pero la delincuencia no había hecho más que aumentar, por lo que la criminalidad no podía ser interpretada a partir de variables utilizadas anteriormente (Garrido et al, 2006, p.426). Cohen y Felson (1979) teorizan que son los cambios sociales y culturales sucedidos en dicho periodo los que incrementan las oportunidades delictivas en las ciudades. Los productos objetivos de la delincuencia habían aumentado, multiplicándose las oportunidades de delitos y evidenciándose una carencia de guardianes capaces de vigilar los nuevos objetivos: los cambios en las “actividades cotidianas” habían generado nuevas oportunidades delictivas (Newburn, 2007, pp.286-287). Cohen y Felson (1979, p.590) explican el delito como un evento en el que convergen espacio-temporalmente tres elementos indispensables: i) un delincuente motivado con capacidad para llevar a cabo un delito, ii) un objetivo o víctima apropiado y iii) la ausencia de guardianes capaces de proteger dichos objetivos o víctimas.

La teoría de la elección racional, desarrollada por Cornish y Clarke (1986), se basa en la idea que las personas realizan actos concretos con la finalidad de incrementar los beneficios y reducir las pérdidas, actuando en función de un balance racional entre costes y beneficios. La idea fundamental que sintetiza es que el agresor actúa siempre buscando el beneficio propio, por lo que en caso que los costes sean superiores a los beneficios, el hecho delictivo no tendrá lugar.

Según la Teoría del patrón delictivo de Brantingham y Brantingham (1991), el delito es un evento multidimensional formado por 4 elementos fundamentales: la norma, el infractor, el objetivo (o víctima) y el contexto espacio-temporal. En los espacios urbanos, las personas realizan trayectos constantes entre residencia, trabajo y zonas de ocio, en las cuales invierten la mayor parte del tiempo en actividades no relacionadas con la delincuencia (Garrido et al, 2006, p.438). Dichos trayectos, habituales en la vida de las personas, son denominados “nodos”: movimiento desde dónde y hacia dónde se traslada el sujeto (Felson y Clarke, 1998, p.6). Los sujetos motivados para la comisión de hechos antinormativos van a seleccionar víctimas propicias y objetivos adecuados durante los trayectos más habituales en sus rutinas diarias.

Sintetizando lo anterior, Felson y Clarke (1998, p.9) construyen un modelo con los 10 principios de la oportunidad y el delito:

  1. Las oportunidades desempeñan un papel en la causación de todo delito. 2. Las oportunidades delictivas son sumamente específicas. 3. Las oportunidades delictivas están concentradas espacio-temporalmente. 4. Las oportunidades delictivas dependen de movimientos de actividad cotidiana. 5. Un delito crea oportunidades para otro. 6. Algunos productos ofrecen oportunidades de delito más tentadoras. 7. Los cambios sociales y tecnológicos producen nuevas oportunidades. 8. El delito puede ser prevenido reduciendo las oportunidades. 9. La reducción de las oportunidades no suele desplazar el delito. 10. Una reducción de oportunidades focalizada puede producir un descenso de delitos más amplio.

Una vez explicitadas las principales corrientes teóricas en Criminología, resulta necesario realizar una sintética presentación del estado de la teoría criminológica a día de hoy, así como hacer conjeturas sobre su futuro. Sin embargo, se estima indispensable mencionar que el resumen de las aproximaciones teóricas desarrollado en las páginas anteriores ha dejado en el tintero otros enfoques con una importancia capital, como lo son la teoría de la personalidad criminal de Eysenck (Eysenck y Eysenck, 1970), la teoría de las tendencias criminales heredadas de Mednick (1977), la teoría de las ventanas rotas de Wilson y Kelling (1982), la teoría de la vergüenza reintegradora de Braithwaite (1989), la teoría del desarrollo de Moffitt (1993), o la teoría del balance en el control de Tittle (1995), habiendo tenido que delimitar el contenido a aquellos enfoques teóricos más significativos en la evolución de esta ciencia.

Como se ha podido comprobar, el cuerpo de conocimiento teórico y aplicado generado por los diferentes enfoques en Criminología sobre la comprensión de los comportamientos antisociales y los mecanismos de reacción social ante dichas conductas es en la actualidad extenso y rico en contenido, permitiendo aproximaciones multidimensionales a los problemas de criminalidad, y posibilitando el diseño de programas testados de prevención (primaria, secundaria y terciaria) de la delincuencia. Es precisamente la multidimensionalidad que las diversas teorías han aportado a la Criminología la que permite comprender la primera tendencia en la Criminología actual: el desarrollo de teorías integradoras, que permiten una visión de conjunto y multicausal de los fenómenos de criminalidad. Los principales enfoques teóricos integradores en Criminología son seguramente la teoría integrada del potencial cognitivo antisocial (ICAP) de Farrington (2005) y la teoría del triple riesgo delictivo (TRD) de Redondo (2015).

David Farrington (2005) desarrolla la Teoría Integrada del Potencial Cognitivo Antisocial (ICAP) con el objetivo de incorporar a un mismo marco teórico los principales enfoques sobre la Criminología del desarrollo, rama de la ciencia criminológica encargada del estudio de la evolución del comportamiento antisocial en las diferentes etapas del ciclo vital, así como de los factores de riesgo y protección de la criminalidad (Cullen y Wilcox, 2010, p.313). Farrington (2005, p.73) trata de estudiar i) por qué las personas se convierten en delincuentes, y ii) por qué cometen hechos delictivos. Para ello, integra los principales elementos que han mostrado capacidad predictiva del comportamiento antisocial en las diferentes etapas vitales, incorporando factores biológicos (ansiedad, impulsividad), emocionales (frustración, aburrimiento), educativos (fracaso escolar, familias disruptivas, poca capacidad de aprendizaje), sociales (padres antisociales, grupos de iguales desviados, vínculos prosociales), de oportunidades delictivas y de experiencias previas con el delito. Con todo, el autor teoriza un modelo teórico multicausal en fases que convergen en la explicación del potencial antisocial del sujeto en cada una de las etapas del ciclo vital.

Santiago Redondo (2015) explica que la probabilidad de que un sujeto realice un comportamiento delictivo dependerá de la confluencia de tres categorías de variables: a) factores de riesgo personal, entre los que destaca elevada impulsividad, propensión a la aventura y el riesgo, habilidades interpersonales pobres, creencias antisociales y adicciones a drogas y alcohol; b) oportunidades delictivas, en el que quedan enmarcados la presencia de víctimas vulnerables, el diseño urbano, una alta densidad de población y la presencia de provocaciones agresivas; y, c) carencias en apoyo social, en que encontramos fracaso escolar, amigos desviados, estigma cultural, aislamiento social o privaciones en la familia; motivo por el que define dicho enfoque teórico como modelo del Triple Riesgo Delictivo (TRD) (Redondo, 2015, p.315). A partir de una visión de conjunto, el autor introduce elementos explicativos de múltiples teorías previas para lograr una aproximación integradora a la realidad de la conducta antisocial, logrando sintetizar buena parte de la evolución de la Criminología hasta la actualidad en un marco teórico integrado.

Así, una de las grandes tendencias en la Criminología actual es la integración de marcos teóricos para lograr visiones multidimensionales del comportamiento antisocial, siendo la otra tendencia actual el desarrollo de marcos teóricos encaminados al estudio de las nuevas realidades delictivas. El nuevo siglo ha traído consigo una serie de cambios a nivel tecnológico, social, cultural, económico y político, estrechamente relacionados con los procesos de globalización, cuyos efectos son claros cuando estudiamos los cambios en la delincuencia de la última década. Fenómenos como el terrorismo, los delitos financieros, la ciberdelincuencia o los delitos ecológicos adoptan lógicas de funcionamiento transnacional e internacional, por lo que la Criminología necesita adaptarse a la nueva realidad, existiendo la necesidad de “una criminología global en un mundo globalizado” (Zaffaroni, 2012, p.2). La Criminología global emerge como la nueva rama de la ciencia criminológica encargada del estudio de los crímenes globales y los mecanismos de control social empleados para tratar con dichos escenarios. Ejemplos de nuevos enfoques surgidos en Criminología global son el estudio del cibercrimen, es decir, “la delincuencia en el espacio de comunicación abierta universal que es el ciberespacio” (Miró, 2012, p.37); la Green Criminology, el estudio de los comportamientos delictivos que dañan el medioambiente, el planeta, y causan perjuicios asociados a la vida, tanto humana como no humana (Brisman, 2014, p.1); o el estudio de los delitos financieros con repercusiones globales.

En este punto, el lector ha podido introducirse en los principales enfoques teóricos en Criminología desde el siglo XVIII hasta la actualidad, mediante una síntesis histórica de la Criminología científica, quedando solo por abordar conjeturalmente, y de manera sinóptica, el futuro de esta ciencia.

En primer lugar, como se ha podido constatar, el grado de profundidad conceptual, metodológica y aplicada de la teoría criminológica ha seguido un itinerario in crescendo desde los orígenes de la disciplina hasta los últimos desarrollos teóricos integradores, permitiendo ahora diseñar programas de prevención con capacidad efectiva, eficaz y eficiente. Considerando dicha evolución ascendente, es previsible esperar una Criminología más empírica en un futuro, esto es, con mayor perfección metodológica, profundidad teórica y aplicabilidad práctica. En este sentido, un papel importante lo podrá jugar la aplicación del método experimental al estudio del comportamiento antisocial y a los mecanismos de reacción social ante el mismo (Welsh et al, 2013).

En segundo lugar, como se ha dicho más arriba, los nuevos fenómenos delincuenciales tienen una etiología cada vez más internacional, o supranacional si se quiere, y menos local; por lo que es esperable en un futuro próximo una ciencia criminológica más global.

Y en tercer lugar, como apunta la Sociedad Española de Investigación Criminológica (2012), no puede entenderse una ciencia criminológica “sin la promoción de un concepto de comunidad científica al servicio de la paz y el progreso social […] de acción y realización de los derechos humanos”. Pese a que algunas de las líneas teóricas presentadas han devenido en intervenciones más represivas que comprensivas, una buena porción de la Criminología ha tratado de ponerse en la piel tanto del infractor como de la víctima, con el punto de vista centrado en la velar por el bienestar personal y social del conjunto de la ciudadanía. Así, también se espera en el futuro una Criminología más humanista (Moloney, 2009, pp.78-81; Pepinsky y Quinney, 1992; Richards et al, 2009, p.356).

En síntesis, a partir del estudio de los precedentes teóricos en Criminología, así como de las principales líneas de trabajo planteadas actualmente, se puede concluir que es esperable en los próximos años el desarrollo de una Criminología más empírica, más global y más humanista.

Así pues, a modo de reflexión final, se considera que la Criminología, en la actualidad, puede ser descrita como una ciencia VIVA, acrónimo con el que Felson y Clarke (1998, p.5) describen la probabilidad de los objetos de ser propósito de un hecho delictivo, aunque en este caso no nos referimos al valor, inercia, visibilidad y acceso, sino que estamos describiendo una ciencia valiosa, basada en la investigación, válida y aplicable.

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