De todo lo expuesto hasta ahora, se puede extraer que la legislación histórica en materia de menores ofrece un criterio más de tipo cuantitativo, al centrarse más, en atenuar e incluso inaplicar las penas recogidas para los adultos que en la protección, reeducación y reinserción de los menores.
Por su parte, las actuales leyes especializadas presentan un criterio de tipo cualitativo, al presentar la intervención con los menores unas características específicas y singulares, tanto desde el punto de vista procesal y de las consecuencias jurídicas como de la ejecución de dichas consecuencias.
Ya en la antigüedad el Derecho Romano, que sirvió de herencia al Derecho Canónico, trataba a los menores infractores según la edad que estos tuviesen. Así establecía que:
- Los infantes (niños de entre 0 y 7 años de edad) fueran equiparados a los locos, por lo que se les consideraba inimputables.
- Los impúberes (niñas de entre los 7 y los 12 años y niños de entre 7 y 14 años), se consideraran imputables del delito cometido conforme al criterio del discernimiento. Aunque se evitaba imponer penas de excesiva dureza como la pena de muerte.
- Los púberes (niñas de entre 12 y 25 años y niños entre 14 y 25 años) a los que se les aplicaba las mismas penas que a los adultos, pero en estos casos de forma atenuada.
En España, siguiendo lo expuesto, se equiparó durante la Edad Media la minoría de edad a la locura, mientras que utilizaba el criterio del discernimiento y la atenuación de la pena para edades superiores. Fruto de la Revolución Industrial, unido al poco tiempo que tenían las familias para llevar a cabo la tarea de educar a los hijos, provoca que otras instituciones como la propia fábrica, los hospitales, los hospicios y colegios, sean las encargadas de dicha labor; y a las cuales se accedía principalmente en función de la capacidad del niño para trabajar y adaptarse.
Fue el Papa Cemente XI, quien creó el primer instituto para menores al que se accedía o por haber cometido algún delito o llevados por los padres o tutores debido a las malas inclinaciones del menor. Así en el siglo XIX, el establecimiento de una edad mínima para la aplicación de penas se extiende y llega a todos los códigos de los distintos países europeos, promoviendo junto a la corriente antes descrita, el nacimiento de los tribunales específicos para menores.
Esto, enmarcado en la teoría positivista, es el caldo de cultivo para el surgimiento del movimiento femenino denominado “salvadoras de niños” que tenía como objeto además de eliminar la represión, el fomento de la prevención y la educación de esos niños y menores que delinquen.
Para ello, surgen los reformatorios que tienen como fin proteger a los menores de las malas influencias de los delincuentes adultos así como de separarlos de las calles mediante un internamiento de tiempo indeterminado. Todo con el fin de corregir al menor, ya no tanto con penas sino mediante la educación y el trabajo. Lo que en la práctica, quedaba aún muy lejos de ser un sistema de protección adecuado a las necesidades y características del menor.
En España, los máximos representantes de este enfoque correccionalista fueron Dorado Montero y Jiménez de Asúa. Dicha corriente y espíritu quedó materializada en nuestro país con la ley de vagos y maleantes, continuando con la larga tradición de abusos que se venían produciendo desde muy atrás.
Descripción de los modelos
Los modelos de justicia juvenil que se desarrollan, a partir del siglo XIX, se pueden clasificar en:
Modelo Tutelar o asistencial
El origen de este modelo se sitúa en la última década del siglo XIX en EEUU, a partir de la creación de la “Juvenile Court” (Tribunales juveniles). La filosofía que sigue este modelo, se encuentra inspirada en los postulados del positivismo que centraba la etiología de los comportamientos desviados en factores ambientales, especialmente en los de tipo familiar, más que en factores genéticos.
Aunque formalmente nacen, por un lado la figura del niño abandonado y por otro la del niño delincuente, en la realidad no se hace distinción entre ambas. Estos niños, a los que se debía tutelar y corregir, pasaban a manos del Estado quién delegaba dichas funciones en instituciones filantrópicas y benéficas.
Lo que por otro lado, derivó en una respuesta ilimitada por parte del Estado, y por ende en total desprotección para los menores. Los menores, pues, que cometían hechos delictivos, eran tratados de la misma manera que los adultos aunque partía de considerar al menor como un sujeto inimputable.
En España este modelo quedó representado, además de con la promulgación de la Ley de Tribunales Tutelares de menores en 1918 y con su posterior versión de 1948, hasta que fue declarada inconstitucional en el año 1991.
Modelo Educativo o del Bienestar
Este modelo surge tras la II Guerra Mundial en el marco del denominado “Welfare State” o “Estado del Bienestar”, caracterizado por una gran intervención estatal con el objetivo de garantizar unos mínimos a la ciudadanía, a través del reconocimiento de derechos fundamentales y del desarrollo de políticas públicas y económicas.
Asociado al ideal de resocialización y readaptación social, como fin último de las penas, en materia penal y juvenil, se unificaron criterios y se procuró un tratamiento unitario a quienes cometen delitos y a los que se encuentran en situación de desamparo. Dicho tratamiento, era llevado a cabo por profesionales especializados a quienes se les otorgaba un elevado margen de discrecionalidad.
Este modelo, y en el ámbito de menores, abogaba por una desjudicialización recurriendo lo menos posible a la privación de libertad y promoviendo una mayor labor educativa, ya sea en el entorno familiar o en centros de medio abierto. Esta política de favorecer medidas alternativas a la prisión provocó un aumento de las agencias de control externo y una expansión de las redes institucionales. Favoreciendo por otra parte una confusión, difuminando los límites, entre la asistencia y el control.
Todo ello, sumado al enorme esfuerzo político y gasto público, derivó en el surgimiento y sustitución de este modelo por uno de tipo mixto o de responsabilidad como el que contamos en la actualidad.
Este sistema no llegó a tener plena vigencia en nuestro país por continuar en funcionamiento los Tribunales Especiales de menores. Amparados éstos, por la legislación de 1948 heredada de la Ley de 1918 y que no fue derogada, hasta la anteriormente denominada Sentencia del Tribunal Constitucional del año 1991.
Modelo de Responsabilidad
Los fenómenos que se encuentran en la base del surgimiento y origen de este modelo de justicia son:
- Las enormes críticas vertidas por la ausencia de garantías procesales en materia de justicia juvenil.
- Los instrumentos legales a nivel internacional, que reconocen todo un catálogo de derechos a todos los niños y jóvenes, especialmente a aquellos que se encuentran o tienen algún tipo de conflicto con la justicia.
Del primer punto, del que se ha hablado profusamente a lo largo de este documento, mencionar la importancia que tuvo en la evolución hacia este modelo, los argumentos constitucionalistas que se pronunciaban en contra de la Ley de Tribunales para Menores de 1899.
Y respecto al segundo punto, añadir como punto de partida, la Declaración de Ginebra que data de 1924 aunque el instrumento más importante al respecto es la convención Internacional sobre los Derechos del Niño del año 1989. A partir del cual, se evidencia el cambio de paradigma hacia la comprensión y valoración del niño como un auténtico sujeto de derechos. Es decir, como un individuo que por su condición de persona le es inherente una serie de derechos y atributos, y, por tanto, además titular de unos derechos que le son propios ha de tener las mismas garantías que un adulto.
En esencia, este modelo aboga por que el niño o adolescente se responsabilice de sus actos, siempre en el interés superior de éste, y en base, al respeto de las garantías procesales y los derechos que le asisten. Por lo que ahora, más que nunca es indispensable que se diferencien las figuras del menor necesitado de protección, que requiere de una intervención diferenciada, del menor que comete hechos delictivos.